In 1968, critic and theorist Juan Acha published the text “Vanguardia y subdesarrollo.” The critical essay is available here in the original Spanish as well as translated into English for the first time.
Spanish
Se encuentra bastante difundida la idea de una incompatibilidad entre la vanguardia artística y el subdesarrollo socioeconómico de los países—como el nuestro—pertenecientes al hoy denominado Tercer Mundo. Las nuevas tendencias artísticas, originadas en colectividades altamente industrializadas, no corresponden—se asevera—a nuestra realidad. Profesarlas significaría imitación, remedo o tomar prestado; en fin, implicaría inautenticidad: no expresan nuestra identidad ni responden a ella.
Tal aseveración, tan vieja como el nacionalismo y la falacia sustancialista de una identidad colectiva, quiere ignorar la importancia que en el desarrollo de toda colectividad tiene la importación de ideas, doctrinas, métodos y utensilios modernos.
Por ejemplo, nos vemos obligados a importar ideas de la vanguardia política para proponerlas como el remedio más eficaz de nuestro subdesarrollo; incluso como el más rápido, cuando tales ideas propugnan aquella aceleración violenta, hacia la justicia social, denominada revolución.
Muchos recusan los cambios rápidos, porque prefieren la evolución. Pero nadie pondrá en duda la necesidad vital de terminar con la falta de desarrollo. No solamente los políticos: los campesinos buscan la ciudad, los obreros mejoran sus medios de vida, la clase media lucha por una mayor capacitación profesional de sus hijos. Todos quieren progresar. Tanto las naciones como los individuos tratan de mejorar su nivel socioeconómico. Todos están de paso hacia la prosperidad. Quieren ser otros y toman como modelos las formas de vida de los países desarrollados.
Con la idea de progreso, el individuo, las instituciones y el Estado se ocupan afanosamente de importar objetos y sistemas. Los productos de la gran industria foránea invaden el Tercer Mundo. Una minoría los disfruta y la gran mayoría los anhela y acelera su consecución, no obstante tener aún pendiente la solución de los problemas más elementales de subsistencia, habitación e instrucción. Círculos reducidos adquieren los modos de vida de la sociedad de consumo y el resto se sitúa, emotiva o prácticamente, en el camino que conduce a la participación de tales modos.
El importar objetos y sistemas agudiza la separación entre la minoría y la mayoría, y a la vez acelera su acercamiento. El índice de crecimiento demográfico y las comunicaciones con el exterior aumentan como consecuencias de las importaciones. Luego el peso demográfico viene acortando cada vez más el plazo de las soluciones socioeconómicas y la rapidez de las comunicaciones acentúa y diversifica el deseo de consumir, al darnos a conocer inmediatamente, y en forma visual o a través del contacto directo, las últimas conquistas tecnológicas y las nuevas costumbres de las sociedades con mayorías consumidoras.
Los objetos y sistemas importados pueden ser computadoras o detectores del cáncer; procesos industriales o televisores; cine u otros espectáculos; radios o transistores o libros; anuncios comerciales o alta costura; también Librium o métodos sicoterapéuticos, pues tampoco en el Tercer Mundo escapamos a los desequilibrios nerviosos que produce el consumir más y cada vez mejor que el vecino, o el no poder hacerlo. Todos aceptan la legitimidad de estas importaciones. Son materiales e identificamos progreso o justicia social con el reparto y usufructo de objetos; o sea, tomamos la modernización por un simple enfrentamiento del problema cuantitativo que entraña la distribución equitativa de bienes materiales. Por otro lado, consideramos la importación de espectáculos como una ineludible obligación de impartir prestigio cultural y cosmopolita a nuestra ciudad. Los beneficios de todas las importaciones hasta aquí nombradas, son aceptadas como indispensables. Podemos señalar buen o mal manejo de los objetos y métodos, pero no hablaremos despectivamente de imitación. Estamos ante el mundo de los objetos, cuyos cambios se creen equivocadamente anodinos: el uso de los objetos más modernos no comprometería seriamente nuestro modo de pensar y sentir. Aspectos más, aspectos menos, este sería el cuadro sicosocial del Tercer Mundo, en cuanto a modos de vida, anhelos e importaciones.
Las divergencias principian tan luego presenciamos costumbres importadas, aunque tales divergencias ya han abandonado el terreno nacionalista y hoy corresponden a la lucha entre generaciones. Además, la adopción de modos foráneos de vestir, bailar, beber y comer ciertos productos, y de comportamiento individual, la consideramos una inevitable consecuencia más del progreso o comunicación mundial.
Las discusiones se agravan—eso sí—con respecto a las manifestaciones artísticas importadas. Tanto los partidarios de la revolución como los evolucionistas, protesta contra la presencia en nuestros países de la vanguardia artística internacional. Reprochan imitación, a pesar de ser ésta consustancial del hombre y el móvil principal del desarrollo. Sobre todo, critican inautencidad. ¿Por qué?
Porque creen a pie juntillas en la existencia de una identidad nacional hecha y derecha. Exigen a los artistas tenerla en consideración o llevar a cuestas en todo momento los problemas elementales de la mayoría. Mientras al físico, técnico o industrial lo dejan importar libremente, al artista le demandan limitarse a modalidades heredadas, tradicionales, sin pensar que ellas también fueron importadas hace tiempo, aunque con retraso en aquel entonces. Convierten así el arte en un problema de verdad: si refleja o no la realidad nacional o identidad colectiva, cuyas características cada uno establece dogmáticamente, empleando por lo general esquemas mentales propios de la defensa de un sistema social subdesarrollado, que justamente todos deseamos superar. Los de temperamento más romántico que nacionalista, reclaman al artista creaciones de elevado contenido novedoso o de gran importancia internacional. Consideran al artista como una especie de demiurgo, y crear por “generación espontánea,” esto es, sin necesidad de una estructura socioeconómica favorable. Del físico o técnico, en cambio, no se espera descubrimientos o inventos, sino simple aplicación y buen manejo de lo importado. ¿Por qué esta injusticia con los artistas? ¿Por qué las importaciones artísticas son censuradas y no las tecnológicas o científicas?
Indudablemente, es cuestión de mentalidad; propiamente de ideologías. Deseamos un progreso cuantitativo: la incorporación de la mayoría en el consumo. Nos resistimos a todo cambio de mentalidad que vaya más allá del requerido por el simple uso, manejo, adopción o imitación de los objetos y sistemas tecnológicos y científicos modernos.
Desechamos la necesidad de emprender otros cambios cualitativos o mentales que no sean los generacionales y aquellos de aculturación que nos están llevando paulatinamente de un estado mágico-feudal mayoritario (subdesarrollo) al consumo masivo de las sociedades industrializadas. Es decir, no aceptamos los cambios de mentalidad que presupone todo buen encauce de la actual industrialización o progreso; nos contentamos con los cambios superficiales que ocasiona el abuso del consumo, causa siniestra de la denominada sociedad de consumo, o preferimos el síndrome de los que viven a la moderna y piensan a la antigua. Esta resistencia a los cambios de mentalidad postra toda fuerza creadora cultural. Si bien es cierto que toda colectividad debe pasar indefectiblemente por un periodo de meras importaciones, el efecto mental de éstas no puede quedar en la corrección de sus aplicaciones, pues es indispensable ir emprendiendo los cambios mentales requeridos por la invención tecnológica, el descubrimiento científico, la hipótesis intelectual y la creación artística, verdaderos componentes de la cultura.
Ocioso sería escudriñar en el parecer de los “indigenistas,” quienes con su despectivo antimaquinismo romántico creen en la posibilidad de un desarrollo sin abandonar las costumbres y hábitos mentales de tipo mágico-feudal, que según ellos constituyen la identidad nacional. Sería igualmente inútil examinar los argumentos de los xenófobos con sus pretensiones de conservar intactas las costumbres y mentalidad aun a costa del progreso material y de las soluciones tecnológicas inmediatas que impone el actual índice de crecimiento demográfico del Tercer Mundo. Nos interesan los posibles comportamientos de nuestros artistas.
Hasta hace poco, los artistas de conciencia social no veían otra salida que participar en la revolución política o, por lo menos, dedicarse a la aculturación de la gran mayoría. El arte y otras manifestaciones espirituales no tenían aquí cabida: eran expresiones prematuras, cuya verdadera función principiaría una vez materializada la justicia social, o sea, satisfechas las necesidades primarias de la mayoría e incorporada ésta a la vida cultural. La realidad o identidad nacional se identificaba con las costumbres y mentalidad de la mayoría, típicas de un estado mágico-feudal que precisamente se encuentra en vías de desaparecer.
Hoy se ha descubierto otra salida. Algunos artistas e intelectuales se niegan a dedicar sus energías y tiempo para lograr la incorporación de la mayoría a un sistema que ellos rechazan. Ellos más bien se sienten obligados a comenzar por prevenir contra los errores del consumo masivo, cuya generalización se nos avecina y cuyos efectos son denunciados o contrarrestados por las diferentes tendencias vanguardistas que profesan los artistas de los países industrializados. Es decir, postulan una revolución cultural. Así, y en el caso de esta revolución verdadera, que no es simple conquista del poder ni mera distribución socialista de bienes de consumo, sino también mental, el artista de avanzada resultaría tan indispensable como el propagador de ideas políticas de vanguardia o como lo es el guerrillero armado para los amigos de la revolución violenta. Así, por otro lado, nuestra realidad nacional se tornaría en un concepto dinámico que señala un movimiento, vale decir, el tránsito mismo entre un estado mágico-feudal que deseamos abandonar y el de la sociedad de consumo, que anhelamos. Con razón, pues “el principio de realidad” de la mayoría se halla centrado de hecho en el consumo masivo, presente o futuro. Esta situación sicológica de la mayoría nos autoriza a señalar, paradójicamente, las características de la sociedad de consumo como los elementos predominantes de nuestra realidad colectiva en transformación que desplaza lo mágico-feudal. Dicho sea de paso, no importan las diferencias políticas entre el método capitalista y el comunista en cuanto a producción y distribución, pues los problemas sustantivos de consumo masivo son hoy los mismos en todas partes.
Nuestros artistas, al denunciar los errores de la sociedad de consumo y proponer ciertas correcciones por medio del vanguardismo, estarían partiendo de una realidad del Tercer Mundo, prevendrían errores y promoverían una mejor participación en los adelantos tecnológicos. Al fin y al cabo, se trata de vanguardia: de ir adelante. En este caso, la identidad colectiva pasaría a ser el futuro resultado del desarrollo o incorporación de la mayoría al consumo. Además, si la clase dominante moderniza sus métodos mediante importaciones, el artista habrá hecho lo mismo con el objeto de lograr proposiciones que sean realmente eficaces para romper lo establecido por esta clase y desvirtuar los métodos modernos de opresión y defensa que ésta emplea. Manifestaciones artísticas tradicionales no harían sino reforzar el sistema mental que en calidad de autodefensa—insistimos—nos inculca las clase dominante.
En las colectividades paternalistas del Tercer Mundo, nos solemos encontrar con una especie de tabú demagógico respecto al empleo de términos, tales como “consumo” y “masas.” Hemos venido reclamando tanto tiempo una distribución justa de bienes, que hoy nos desconcertamos al ver censurar la sociedad de consumo. Nuestras preocupaciones cuantitativas nos impiden ver los aspectos cualititativos del hoy denominado consumo masivo, que no es sino una manera estereotipada y recetaria (masiva) de usar los bienes materiales y espirituales con desmedro de la libertad e imaginación individuales. Lo contrario del ideal cultural: generalizar el uso individual de los objetos culturales. “Masas” es igualmente una designación cualitativa: señala aquel estado de ánimo generalizado que, en forma anónima y escudado tras la mayoría, exige obras culturales accesibles al sentido común, al esquema mental que nos inculca la sociedad para hacernos rechazar los cambios radicales de la cultura. Se pretende usar la obra artística como una nevera, para lo cual basta leer el prospecto respectivo. Por añadidura, la mayoría poseedora del derecho a las decisiones políticas, aunque no siempre de la razón (nazismo), es y seguirá siendo adversa a la vanguardia artística. Mientras la mayoría sea presa del adoctrinamiento represivo y “masificador” que lo [sic] impone el Estado, y los problemas de subsistencia y éxito pragmático absorban las energías y tiempo de la gente; y mientras la evolución del arte implique una subversión de los esquemas mentales inculcados por el poder político, y la obra de arte siga obedeciendo a la rebelde fantasía del individuo; mientras suceda todo esto, habrá aversión y soledad para la vanguardia artística.
Hoy el panorama del Tercer Mundo se nos presenta claro: una mayoría en busca de participación en una cultura que la vanguardia artística subvierte. Por un lado se anhela o practica el consumo masivo de la cultura y, por otro, los artistas jóvenes postulan una revolución cultural, con el fin de convertir a la mayoría en individuos de mentalidad dinámica, profundo sentido de libertad y amor a la imaginación. En resumen, no solamente es lícita la presencia de la vanguardia artística en el subdesarrollo, sino indispensable.
Naturalmente, nos referimos aquí al vanguardismo como actitud adoptada o imitada y no a la vanguardia propiamente dicha, que consiste en asumir una nueva actitud artística o tendencia, como respuesta a incipientes aspectos sociales que el artista descubre y más tarde se acentúan e internacionalizan junto con la nueva actitud artística o tendencia. Y el descubrimiento de un aspecto social, susceptible de ser internacionalizado y por ende capaz de provocar una nueva actitud artística de consiguiente interés mundial, se origina por lo general en una que otra ciudad de los países más industrializados. Aquí nace la vanguardia y es acompañada de intensidad estética. En el Tercer Mundo se adopta y se desarrolla el vanguardismo, en el que por lo demás también cabe la calidad estética. Siempre es posible llevar adelante la novedad de una tendencia adoptada o impregnarle calidad estética. Para lograr esto los artistas cercanos al descubridor de una nueva actitud artística tendrán, obviamente, mayores probabilidades. Pero no por la proximidad misma, sino por gozar de las mismas circunstancias favorables al desarrollo artístico (número de artistas, nutrido público interesado, buen nivel medio, etc.), que promovieron dicho descubrimiento. En los actuales momentos de convulsión artística, encontramos la novedad o el cambio radical convertido en valor. Sin embargo, podemos comprobar en Munich o Milán, pongamos por caso, obras pop u op de calidad y carácter distinto a las respectivas de New York y Londres; como también advertimos la presencia de “cinéticos” argentinos y venezolanos de importancia internacional. Sólo informaciones frescas, curiosidad intelectual y mentalidad renovada, harán posible que los artistas del Tercer Mundo adopten a primera hora posiciones vanguardistas. Si nuestras colectividades se encuentran enfrascadas en imitar a las sociedades desarrolladas, mal pueden nuestros artistas responder a situaciones sociales internacionalmente adelantadas y asumir actitudes nuevas de importancia histórico-artística. Tampoco sería dable proponer un arte desligado de lo sociológico (ahistórico o autóctono), ni esperar vivir en una sociedad apartada del desarrollo o que en desarrollo aprecie culturalmente la actividad de individuos “asociales” y sin actualidad. A nuestros artistas les queda, como nueva actitud, lograr un ritmo de desarrollo vanguardista más acelerado que el puesto en práctica, en el Tercer Mundo, por las otras actividades culturales.
Si bien el consumo masivo constituye, para nosotros, el plano sicosocial donde convergen el subdesarrollo, como anhelo de consumir y el vanguardismo como correctivo, estimamos que la mecánica de esta convergencia se concretaría en la diversidad demográfica, propia de toda nación. Así podríamos comprobar que la supuesta contradicción de relacionar el subdesarrollo socioeconómico con el vanguardismo artístico, pertenece al mundo artificial y simplificado—casi abstracto—de las generaciones o definiciones. El subdesarrollo caracteriza al Tercer Mundo, pero no excluye la coexistencia de grupos con diferente grado de desarrollo o, si se prefiere, de subdesarrollo, como consecuencia del mayor o menor tráfico que tienen las importaciones en los diversos ámbitos regionales y nacionales; esto es, como resultado de los distintos medios de comunicación que dispone cada grupo. Advertiríamos diferencias entre la ciudad y el campo; repararíamos en grupos reducidos que muestran todas las manifestaciones típicas de la sociedad de consumo, al lado de otros con síntomas parciales, pero agudos. Es decir, estamos convencidos de que una sociología de grupos nos situaría en la realidad y obviaría las dificultades acarreadas por las generalizaciones nacionalistas—inevitables si estudiamos en bulto el binomio subdesarrollo-vanguardismo—y las suscitadas por las definiciones doctrinarias—obligatorias si nos concentramos en el análisis teórico de la relación individuo-sociedad—. Porque bastaría una ligera mirada para observar cómo un mayor grado de subdesarrollo resulta, muchas veces, más proclive al consumo masivo de lo que se supone. Por ejemplo, veríamos cómo el bajo nivel económico de las “barriadas” o “favelas” propicia un uso exagerado de la radio, televisión y prensa.
Este grupo urbano pasa más horas ante los mencionados medios de información que otros grupos. El criterio de grupos serviría, sobre todo, para dilucidar la bastante difundida creencia en una identidad colectiva o nacional que—se supone—determina nuestro modo de pensar, sentir y hacer cultura, y nos impele a rechazar las importaciones artísticas de vanguardia.
Indiscutiblemente, los intereses nacionales existen y deben primar en asuntos socioeconómicos. Pero las ideologías se las agencian para construir, a la sombra de estos intereses, un modelo de identidad nacional que dirija las cuestiones culturales. En lugar de esperar una resultante del libre comportamiento actualizador de los distintos grupos dedicados a la cultura, se busca un totalizador que predetermine los sumandos. La construcción del modelo es fácil, pues cuando se desea agrupar—ya sea familias, profesiones, regiones o naciones—, basta acentuar las analogías intragrupales y las diferencias intergrupales, minimizando las contrapartidas (las analogías intergrupales y las diferencias intragrupales). Por este camino se llega a la identidad nacional como sustancia fija, innata y ética (patria). Las analogías nacionales existen de veras en forma de comunidad de ideas e ideales, usos y costumbres. Pero tales analogías son movibles; están determinadas por las fluctuantes circunstancias socioeconómicas y, en consecuencia, las comparten los distintos grupos que integran una nación.
En la compleja y contradictoria realidad socioeconómica de las naciones del Tercer Mundo, se suele tomar los usos y costumbres del grupo más subdesarrollado (folklore) como paradigma de la nacionalidad. En el Perú, pongamos por caso, el grupo “indígena” sería el depositario de la identidad nacional a título de supuesto continuador de lo autóctono, o sea, de lo prehispánico. Sin embargo, se principia ya a comprobar que casi la totalidad de los elementos, tomados hasta ahora por autóctonos, es importada. En este caso, la cuestión del vanguardismo-subdesarrollo se convertiría en una simple contraposición de elementos occidentales: los viejos contra los nuevos. Pero el problema de la existencia de modos y comportamientos vernaculares ni habrá desaparecido, al demostrar la inexistencia de lo autóctono.
El problema se aclararía, sin duda, si recurrimos a un comparendo de grupos de distinto grado de subdesarrollo y estudiamos sus diferencias mutuas, tanto las presentes como las pasadas. Tal vez nos encontremos con diversos grados de asimilación de la cultura occidental o mestizaje cultural. Con seguridad que luego de la coexistencia de lo español y de lo indígena puros en los albores de la Colonia, se principia a producir el mestizaje y aparece lo criollo. Con el tiempo la asimilación fue avanzando con el ritmo que permite cada época y grupo, y surgen los desniveles culturales. Lo criollo del siglo XVII deviene lo indígena del XVIII; y lo indígena del XIX fue lo criollo del XVIII o XVII; así sucesivamente. Al comprobar esto, nos tocaría conceptuar lo nacional como un modo típico de absorber cultura occidental o como resultado de los distintos ritmos de asimilación de los grupos. Aunque cambiante y de raíz socioeconómica, la identidad nacional seguiría existiendo como diferenciación modal.
Al admitir la existencia de lo nacional como diferenciación modal cambiante—imposible demostrar la inexistencia de las analogías nacionales—nos quedaría el problema de ver hasta qué punto lo nacional es favorable a la cultura o desarrollo. A este respecto podemos sostener que la idea de identidad nacional solo se manifestaría favorable si promueve las importaciones más actuales, sin importar si ella resiste la asimilación de las mismas. Porque el punto neurálgico del Tercer Mundo no es de conservación ni de simple importación, sino de actualizar y asimilar las importaciones y por ende modernizar y activar las distintas actividades culturales. En tal caso, deberíamos revisar las bases de las instituciones dedicadas a propagar cultura (Casas de Cultura, Departamentos de Extensión Cultural, Agregados Culturales), con el objeto de subrayar la necesidad de importar lo más actual, en calidad de información, y de fomentar las actividades creadoras de cultura. Desafortunadamente, revisar las bases de estas instituciones equivaldría a destruir el sistema que las sostiene.
Hasta ayer era dable afirmar que “el artista se inspiraba en las grandes obras y no en la naturaleza.” Hoy el artista visual responde directamente a un ámbito visual altamente tecnológico. Además, y como acertadamente se ha dicho, el artista no se halla en contacto real con toda su nación, sino con su ciudad. En ésta tiene el ámbito visual de los objetos de mayor grado tecnológico y en calles y plazas, cafés y aulas, talleres y exposiciones, conferencias y mesas redondas, se da el clima artístico de toda una nación, como respuesta al mundo de los objetos utilitarios. Estos y las obras de las artes visuales se correlacionan y contraponen como interrogación y respuesta, como la dolencia y remedio. La obra artístico-visual es también un objeto y debe competir visualmente con los utilitarios, especialmente con los medios masivos de información y entretenimiento (TV, cine, revistas ilustradas, etc.). Es decir, la relación del vanguardismo con el subdesarrollo adquiere perfiles reales en la ciudad. En el ámbito urbano conviven un grupo de artistas y un público interesado que instituye modelos locales de comportamiento cultural a los otros grupos, cuya ascensión cultural depende mayormente de la estructura socioeconómica y su correspondiente flexibilidad. Una razón más para adoptar una sociología de grupos en el estudio del problema que aquí nos ocupa.
En la ciudad, propiamente en el centro urbano más populoso de cada país, encontramos el mundo de los objetos y medios de información y entretenimiento modernos, y registramos una honda separación entre las generaciones artísticas. Y como el mundo de los objetos y mass media modernos se ha transformado tanto, el artista visual se ve obligado a encarar y realizar mayores cambios en su arte que el literato, por ejemplo, ocupado en el poco cambiante mundo afectivo.
Por otro lado, la gran afluencia de informaciones y entretenimientos visuales al ámbito urbano, ahonda la separación generacional. Desde hace unos cinco años, aproximadamente, los jóvenes artistas visuales del Tercer Mundo actúan con otro ritmo y espíritu. Se despreocupan de los valores consagrados de su localidad e imitan a los artistas de su misma generación que sobresalen en New York, Londres o París. Los objetos y medios de información y entretenimiento que utilizan desde temprana edad, les despiertan apetencias actualizadoras. Con las informaciones y objetos modernos llegan también ciertas prácticas de libertad de comportamiento individual, propugnadas por las tendencias extremistas de las artes visuales que reclaman obras inmateriales e invendibles y postuladas por aquellos guerrilleros culturales denominados “hippies,” que mediante una amorosa y libertaria resistencia pasiva subvierten los usos y costumbres de la sociedad de consumo. La paradoja se acentúa: en el mismo terreno del subdesarrollo se presentan los guerrilleros culturales y los artísticos, subproductos de sociedades altamente desarrolladas. Mejor así: la “seriedad” del desarrollo material y la contraproducente “inutilidad” de la vanguardia artística deben caminar juntas. Postular una espera, primero el desarrollo y luego las incursiones vanguardistas, sería reprimir el arte y anular los efectos de la denuncia y prevención que ejerce el vanguardismo contra las dolencias de la sociedad de consumo ad portas.
Al comparar los grupos de distinto grado cultural, registraremos una amplísima gama, puesto que en el Tercer Mundo los extremos se hallan demasiado separados. En consecuencia habrá mayor diversidad de manifestaciones y solicitaciones artísticas, y de equilibrios sensoriales, que en otras partes. Veremos obras del folklore rural y urbano, vanguardistas y las que se han detenido en las diferentes épocas de pasado. Cada grupo manifiesta la facultad artística a su manera, de acuerdo a su status cultural y en función de su concepto de realidad. Ninguna época, como la actual, ha favorecido más el desarrollo de la diversidad humana y ha permitido la coexistencia de tantos grados culturales; eso último como consecuencia de la carrera que cada uno emprende para desarrollarse socioeconómicamente y de las distintas posibilidades de comunicación y ascensión cultural que encuentre en su región y entre los grupos.
Si desde el punto de vista de la justicia social este desnivel cultural resulta deplorable, no hay ningún mal en la existencia de una gran gama de manifestaciones artísticas en la misma colectividad. Lo censurable reside en las jerarquizaciones que ellas sufren; sobre todo en la actitud de los conservadores que cierran el paso a las actividades de avanzada. Estamos acostumbrados a la jerarquización. Por eso cuando un crítico ubica una obra en el tiempo o sucesión histórico-artística, y la elogia por encontrarle correspondencia con una nueva realidad, se cree que él está sentando un valor contradictorio o superior al que tuvo en su respectivo tiempo un cubista, impresionista o renacentista.
El complejo de antigüedad, imbuido por el historicismo y trasmutado en misoneísmo, y el de novedad, sobreestimado por un evolucionismo de tipo mayoritario, andan continuamente contraponiéndose uno a otro; y la gente toma uno de los dos partidos: el valor de la anterioridad o el de la última ola. Pocos logran apreciar los pasos de los creadores de cultura como respuestas a nuevas realidades sociológicas y al frío deseo de transformarlas en un sentido progresivo y sin pretensiones de finalidad y perdurabilidad, conceptos inventados por el hombre para sentar dogmas, dictar normas e imponer una estabilidad que lo haga sentir seguro. Quienes logran apreciar esto, aceptarán la legitimidad de las manifestaciones artísticas de los diferentes grupos. Porque si a cada época corresponde un arte adelantado y disímiles contemplaciones artísticas, lo mismo sucederá con los status culturales en coexistencia. Menospreciar tales manifestaciones en el plano humano o social constituiría un error, aunque es permisible señalarles su falta de actualidad o censurar a quienes las realizan con intenciones de vigencia. Erróneo también pretender que grupos con un grado cultural del pasado, pueden aceptar las obras vanguardistas. Que todos tengan el mismo nivel cultural es lo ideal. Pero aun así surgirá la diversidad humana, pues no todos se interesarán en cada una de las artes por igual; aparte de que a cada época corresponde el predominio de un arte distinto.
La destrucción de toda jerarquización, la dilusión del arte en la vida misma y obras como simples ejercicios visuales y con gran participación del espectador, alza como bandera la vanguardia artístico-visual. ¿Qué objeto tendría, entonces, enseñar una Estructura Primaria, por ejemplo, a una persona con frecuencia sensorial pretipográfica, con un mirar impoluto de preconceptos? Si la educación fuese de veras funcional, tal frescura serviría como una buena materia prima para enseñar a ver obras vanguardistas a vastos grupos del Tercer Mundo. Sin embargo, esta enseñanza se iría de bruces en los grupos sin dolencias de la sociedad de consumo. El vanguardismo se dirige a los grupos que dictan modelos culturales a los de un estado cultural anterior. De allí que una comunicación artística entre los grupos, sólo funciona en la dirección gradual del status más actual al más antiguo o atrasado. El vanguardismo se adelanta, pero no aristocratiza. El vanguardista y el grupo interesado en las obras de éste, justiprecian por lo general el folklore y las obras del pasado, pero el hombre rural es indiferente al vanguardismo, así como el grupo detenido en una estética renacentista o abstracta menosprecia las obras de tendencias posteriores. Esto sucederá mientras existan desniveles culturales y socioeconómicos y no se contradiga el principio de los vasos comunicantes. Además, existe un hecho incuestionable: el cine y la TV—artes de nuestra época—acaparan todas las apetencias visuales de la mayoría, no obstante los desniveles culturales de los grupos que la constituyen.