Hacer dudar de la supuesta naturaleza de las cosas: entrevista a Lucrecia Martel

En mayo de 2019 la cineasta argentina Lucrecia Martel dio una charla en el MoMA, invitada por el Instituto Patricia Phelps de Cisneros Cisneros. Ya el primer largometraje de Martel, La ciénaga (2001), llamó la atención por la contundencia de sus imágenes, la puesta en tensión con el sonido, la exposición y espacios de quiebre en las relaciones de poder partiendo del núcleo familiar, y una sensorialidad extrema y extrañada. La idea de esta entrevista es dejar una marca escrita de su paso por el MoMA, donde habló sobre un esquema temporal alternativo basado en el sonido.

Lea la traducción al inglés aquí.

Zama. 2017. Dirigida por Lucrecia Martel. DCP, color, 115 minutos. Foto del rodaje: Valeria Fiorini

Silvina López Medin: En la charla que diste en el MoMA hablás sobre un esquema narrativo imperante en el cual el foco está no en lo que está sucediendo en el presente, sino en lo que va a suceder. Es interesante cómo en tus películas se ponen en juego presente y futuro. Por ejemplo, tanto La ciénaga como Zama transcurren en una especie de tiempo entre tiempos (las vacaciones en La ciénaga, una espera extrema en Zama), en el que hay una idea de futuro que pareciera sostener a los personajes y que la película se encarga de exponer en su fracaso (en La ciénaga “el viajecito a Bolivia”, en Zama “el traslado”). En Zama, el personaje del título incluso habla directamente de eso: “Hago lo que nadie hizo por mí. Digo no a sus esperanzas”. ¿Podrías hablar de tu enfoque del tiempo y qué elementos formales utilizás para plasmarlo? 

Lucrecia Martel: Cuando terminé La mujer sin cabeza, empecé un guion basado en El Eternauta de Héctor Germán Oesterheld, un cómic icónico argentino, publicado inicialmente entre 1957 y 1959, que narra una invasión extraterrestre y en el que el personaje del título es un viajero de la eternidad. Esto me obligó a pensar mucho sobre el tiempo, y en la idea de enemigo. En ese proceso entendí algo que había sido clave en la construcción de mis películas previas: qué es el futuro. En Zama esa reflexión se vuelve central y en este documental que estoy haciendo ahora ahondo un poco más en esas cavilaciones. El tiempo que me preocupa es el tiempo que propone la narrativa hegemónica, la narrativa que inunda las cadenas de cines y las plataformas como Netflix. Un modo de contar que supone estar siempre fuera del presente: mirando las escenas pensando en lo que va a pasar y no en qué está pasando. Ese modelo narrativo que se considera natural, intrínseco a la humanidad, que acusa de intelectual cualquier intento de narrar que se aparte del arco dramático, la trayectoria del héroe, el final conclusivo, la necesidad de protagonistas y antagonistas. Lo nefasto no es el modelo narrativo en sí, sino su preponderancia, su hegemonía. Si la idea de tiempo de este sistema no se hubiera asimilado tan mansamente a la fe en el futuro de la economía que nos gobierna, a la teleología judeocristiana que subyace, no me preocuparía. Para endeudarse es necesario creer en el futuro. Para consumir cosas innecesarias es preciso creer en el futuro. Y ese futuro es una invención que se cae a pedazos. Una parte demasiado grande de la humanidad la padece. Este pequeño planeta está atosigado por ese futuro ciego. El presente se ha transformado en algo molesto que tenemos que registrar con una selfie o en una historia de Instagram que desaparecerá en 24 horas. Esto parece el apocalipsis, pero no lo es. El cuerpo, ese organismo tan dudoso que somos, quiere vivir. Y el cuerpo es puro presente. El hambre es puro presente. La pobreza es puro presente. El dolor no admite futuro. Al menos ese futuro que pregona la narrativa hegemónica, multiplicada en plataformas y cines para domesticarnos en una idea de tiempo. Un futuro blanco, clase media, resignado a dos semanas de vacaciones.

Zama. 2017. Dirigida por Lucrecia Martel. DCP, color, 115 minutos. Cortesía de la artista

SLM: Por otra parte, el foco en La mujer sin cabeza está en el pasado o, mejor dicho, en la negación del pasado y, a su vez, en cómo el pasado termina asomándose, dejando sus marcas. Cuando la protagonista atropella algo en la ruta no mira por el espejo retrovisor y, a su vez, se ve, casi transparente, la huella de una mano en el vidrio de la ventana del auto. La película es de 2008, pero tiene una estética algo ochentosa, (e incluso la canción del final, “Mamy blue”, es de los setentas). ¿Tuvo que ver esa elección con situarla más cerca de la última dictadura argentina?

LM: Esa película pretendía poner al espectador en la experiencia de la complicidad. La complicidad es una idea mucho más interesante que la de enemigo. Porque la complicidad no es algo negativo en sí mismo, como lo es un enemigo. Supone simplemente que compartimos unos objetivos. La complicidad no necesita de culpables, distribuye las responsabilidades tan suavemente que nadie tiene que sentirse especialmente mortificado. Pero te obliga a olvidar. Te obliga a pertenecer a la manada. Te obliga a una felicidad minúscula. Una práctica que si uno ejercita diariamente termina diluyendo tu propia vida. Ser responsable es un acto de liberación, de potencia humana. La culpa es exactamente lo contrario. Por eso la complicidad es el bálsamo necesario. La dictadura fue la fiesta de la complicidad.

La mujer sin cabeza. 2008. Dirigida por Lucrecia Martel. 35 mm, color, 87 minutos. Cortesía de la artista

SLM: El tiempo transcurrido entre un largometraje y otro (2001, 2004, 2008, 2017), ¿también tiene que ver con tu enfoque particular del tiempo? ¿Qué papel tiene el error, el azar, el fracaso, en tu proceso creativo? Comentaste, por ejemplo, que antes de Zama habías estado trabajando mucho tiempo en el proyecto de El Eternauta, que al final no se dio (lo cual en sí mismo se conecta temáticamente con Zama).

LM: Creo que estamos acostumbrados a viajar, a planear un itinerario, pero no a naufragar. Trato de considerar el fracaso como una inesperada bendición. No es fácil. Lo ambiguo, lo no dicho, lo contradictorio, lo extrañado, es un terreno intermedio entre la devoción por llegar y el terror al naufragio. Es por donde he podido construir mi trabajo. 

SLM: Tu charla en el MoMA se llamaba “Para desandar la sordera de la mirada”. Me hace pensar en una frase de Pascal Quignard, “Sucede que las orejas no tienen párpados”.1Pascal Quignard, “Sucede que las orejas no tienen párpados”, en El odio a la música, trad. Margarita Martínez (Buenos Aires: el cuenco de plata, 2012), 65. Esa relación entre el sonido y el cuerpo, ¿tiene que ver con tu concepción del cine como experiencia inmersiva? ¿Hubo algún disparador en particular que hizo en su momento que corrieras el foco hacia el sonido? En Zamaesa búsqueda parece intensificarse, incluso las orejas cortadas de Vicuña Porto podrían ser una imagen condensadora.

LM: El sonido es una artimaña para pensar un modelo de tiempo que se escape a esa flecha, tan derechita, como un rayo de luz, inexorable. Parece que el tiempo que corre hacia el futuro está muy relacionado con la preponderancia de la visión sobre otros sentidos. El futuro está adelante y hacia allá vamos. Y si no vamos, igual viene. Tememos tanto a la muerte porque hemos puesto todo en el futuro. El sentido de la flecha también marca eso: es allá, no es aquí y ahora. Podríamos imaginar un modelo temporal basado en el sonido. El que percibe está inmerso en un mar de ondas que se propagan en todas direcciones. Un esquema de tiempo basado en la escucha, inmediatamente implica un volumen, una extensión. La mirada en un instante nos da mucha información, pero la escucha requiere más tiempo, un sonido necesita duración. Un modelo temporal basado en la escucha haría pedazos el turismo, la selfie y los gimnasios.

Zama. 2017. Dirigida por Lucrecia Martel. DCP, color, 115 minutos. Cortesía de la artista

SLM: Hablamos del tiempo. En cuanto al espacio, en una de las primeras escenas de Zama alguien habla de unos peces que “nunca le vas a encontrar en la parte central del río, sino en las orillas”. Lo cual me hizo pensar en dónde elegís que transcurran tus películas, y en términos más amplios, en una ars poetica.

LM: Creo que sí. Trato de ir por el margen. Me ayudaba ser mujer, ser gay, ser latinoamericana, ahora ya no me ayuda tanto. Ser blanca y no haber conocido la intemperie muy rápidamente te pone en la parte central del río. Creo en la lentitud, el remanso. No quisiera parecer buena y tranquila. También en las márgenes están las sanguijuelas y las rayas. En mis películas prefiero los personajes que desean ser buenos, pero no están dispuestos a perder ni el lavarropas. Como yo.

SLM: ¿Cómo empezaste en el cine? También estudiaste Ciencias de la Comunicación, ¿qué te hizo optar por dedicarte al cine específicamente?

LM: El cine, a mediados de los ochentas en Argentina, parecía una posibilidad de participación política. Acababa de terminar la dictadura militar. Venía de un colegio católico de provincia que se imaginaba a sí mismo como cuna de la élite. La universidad pública fue un oasis. Nunca pensé que iba a hacer cine, quería ser científica. Creo que el placer de la narrativa oral, de contar cuentos, me llevó para el lado del cine.

SLM: Y con relación a ese pasaje al cine en tu formación, ¿cuál fue el elemento guía al llevar la novela Zama al cine? 

LM: Si tuviera que dar un taller sobre adaptación de literatura al cine, no sabría qué hacer. Más bien debería ser una sala de terapia intensiva de gente infectada por un libro, que no entiende exactamente, pero que los ha hecho más felices, y desean con urgencia vivir. El lenguaje de Di Benedetto en la novela Zama es algo que la ciencia va a desentrañar algún día, muy lejano. Estoy segura de que ahí está la clave. No en el argumento.

Zama. 2017. Dirigida por Lucrecia Martel. DCP, color, 115 minutos. Foto del rodaje: Eugenio Fernández Abril

SLM: ¿Qué descubrimientos sentís que fueron esenciales en tu formación? 

LM: Algo clave fue comprender que era necesario recordar algunas cosas. Cuando estaba aprendiendo a leer, fui consciente del mundo que abandonaba. Memoricé ese momento. Específicamente la letra e. Vengo de una familia de muchos hermanos. No era posible tener espacio privado, salvo a la noche. Cualquier cosa que uno hace cuando duermen los niños parece prohibida. Leer fue para mi algo clandestino. Escondí una especie de herbario donde descuartizaba plantas del jardín pensando que iba a descubrir algo. Esa protociencia fue clave, fue mi diario íntimo. Abandoné la idea de estudiar física, que era mi única vocación, verdaderamente literaria, en la adolescencia.

SLM: Hablaste de “cómo alterar la percepción implica obedecer y desobedecer el sistema temporal imperante”, y de “organizar la percepción”. ¿De qué maneras llevás eso a cabo en tus películas?

LM: Hay que hacer creer que se va para un lado y no ir. Generar detenciones. Desequilibrar modestamente el encuadre. Evitar las imágenes que se traducen fácilmente con una palabra. No respetar la estructura narrativa de los espacios que conocemos: casa, habitación, jardín, auto. Tratar de que el sonido debilite la relación entre la imagen y su referente. Traicionar las expectativas. Administrar esas traiciones. Todo fácil, pero hay que entrenarse.

La ciénaga. 2001. Dirigida por Lucrecia Martel. 35 mm, color, 103 minutos. Cortesía de la artista

SLM: Tus películas exponen la repetición y rigidez de ciertas relaciones de poder, y a su vez las quiebran: abren espacios a la ambigüedad, borronean las líneas divisorias. Por ejemplo, en La ciénaga los patrones culpan repetida y gratuitamente a Isabel, la empleada doméstica, por las toallas que faltan. A su vez, tus películas quiebran esas divisiones aparentes. El mundo de los adultos está cruzado por niños o animales que corretean, se insinúan o concretan relaciones entre primos, entre hermanos, entre personas de distintas clases sociales. En La ciénaga, ese hacer tambalear las apariencias pareciera tomar cuerpo en lo que no funciona perfectamente: la luz que se corta, el óxido de las reposeras alrededor de una pileta sucia, cuerpos tirados en camas compartidas o cayéndose o siempre como a punto de caer. También hay imágenes que hacen referencia a esa especie de perforación de lo rígido: el personaje de Mercedes Morán martillando la pared que divide su propiedad de la vecina, o el de Juan Cruz Bordeu cruzando con su pie la frontera de la cortina de baño mientras la hermana se ducha.

LM: Toda vez que uno pueda hacer dudar con el cine de la supuesta naturaleza de las cosas, estaremos a pasos de algo realmente interesante. No es una obligación, pero es de los más altos fines a los que puede aspirar un lenguaje. Y cuando lo hiciste una vez, no hay retorno. Porque una vez que palpaste el sin sentido, la realidad nunca vuelve a esconder por completo su condición de disfraz.

SLM: ¿Cómo pensás y organizás esos distintos mundos al escribir un guion?

Un guion es un destilado de un largo proceso de desintegración emocional. Con unas cuantas gotas de humildad porque tampoco yo voy a llegar mucho más allá de mi misma.

SLM: Esa línea borrosa que separa lo uno de lo otro, lo desconocido, lo diferente, está también ligada al deseo y al miedo. En La ciénaga está la historia del “perro rata”, el extrañamiento del niño con su “diente extra”, los ladridos del perro de al lado que el niño teme y a los que a su vez se siente atraído, incluso el nombre del novio de Isabel, perteneciente a la “otra clase”, es “Perro”. En La niña santa también circulan historias de terror, incluso tus películas mismas podrían ser una de esas historias “el niño que se asoma a los ladridos y muere”, “el niño al que recién después de días descubren atropellado en la ruta”, y así. ¿Qué es para vos el terror y en qué sentido te interesa plasmarlo en tus películas?

LM: El terror es a no admitir que la realidad es un disfraz. Que somos capaces de mucho más. El terror es no soportar la responsabilidad de inventar el mundo. Es más tranquilizador ser criatura que dios.

La ciénaga. 2001. Dirigida por Lucrecia Martel. 35 mm, color, 103 minutos. Cortesía de la artista

SLM: La identidad también es una cuestión muy presente en tu obra. En La ciénagaesto está incluso en los nombres de los personajes. Mercedes y Mecha no sólo comparten el nombre, sino también los hombres: han sido esposa y amante respectivamente de Gregorio, y ahora son madre y amante de José. En Zama, Ventura Prieto pareciera tomar los roles que Zama tanto espera: es amante de la mujer que el otro desea, termina siendo destinado al lugar que el otro anhela. Y el cuestionamiento se lleva al extremo en las palabras de Vicuña Porto. “No existe el Vicuña Porto que dicen. No soy yo ni lo es nadie. Es un nombre”. ¿Cómo construís a tus personajes y los nombrás?

LM: Sí, genera confusiones en el diálogo que a la vez son muy reveladoras. En mi ciudad hay generaciones donde un mismo nombre se repite infinidad de veces. 

SLM: Estás trabajando en un proyecto sobre el asesinato de Javier Chocobar.2Javier Chocobar, miembro de la comunidad diaguita Los Chuschagasta, en Tucumán, fue asesinado el 12 de octubre de 2009 mientras defendía las tierras ancestrales de la comunidad indígena. En 2018 fueron condenados por el crimen un empresario, que pretendía ocupar por la fuerza el territorio, y dos ex policías. Ver Carlos Rodríguez, “Ahora puede descansar en paz”, Página 12, 28 de octubre de 2018, http://www.pagina12.com.ar/151543-ahora-puede-descansar-en-paz/ ¿Qué fue lo que te interesó de enfocarte en lo documental, y en este tema en particular? 

LM: Muchas cosas. Sin duda es lo más difícil que he hecho hasta ahora. Es sobre la desfachatada exigencia del Estado a las comunidades indígenas de que demuestren que realmente son indígenas, cuando las pruebas que piden son justamente las que se fueron destruyendo durante estos 500 años. Sobre cómo el español y luego el criollo no necesitan responder sobre su pureza. Sobre la evolución de la propiedad de la tierra y la historia del retrato en el norte argentino. Son muchos hilos.

SLM: Vas a ser presidenta del jurado del Festival de Cine de Venecia. ¿Qué te interesa encontrar en las películas de los otros?

LM: Quiero el chispazo ese del que hablé, donde el velo se corre por unos segundos y uno reconoce lo absurdo del mundo. En ese instante hay cosas dolorosas que se vuelven banales, y muchas cosas insignificantes resultan intolerables. Es un momento de epifanía, que atenta contra la realidad y todas las obligaciones que nos impone. No me importa el género, ni la fotografía, ni siquiera las actuaciones, ni la banda sonora, y mucho menos el argumento. Todo eso son consideraciones menores de las que es necesario hablar cuando no sucedió el chispazo que hace que una película no se termine jamás. Va a ir con uno siempre. Esa experiencia es muy personal, por eso se necesitan muchas personas en un jurado. Pero lo interesante de eso es que si sucedió es imposible negarlo.

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    Pascal Quignard, “Sucede que las orejas no tienen párpados”, en El odio a la música, trad. Margarita Martínez (Buenos Aires: el cuenco de plata, 2012), 65.
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    Javier Chocobar, miembro de la comunidad diaguita Los Chuschagasta, en Tucumán, fue asesinado el 12 de octubre de 2009 mientras defendía las tierras ancestrales de la comunidad indígena. En 2018 fueron condenados por el crimen un empresario, que pretendía ocupar por la fuerza el territorio, y dos ex policías. Ver Carlos Rodríguez, “Ahora puede descansar en paz”, Página 12, 28 de octubre de 2018, http://www.pagina12.com.ar/151543-ahora-puede-descansar-en-paz/
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